10/11/2024
Os compartimos otra leyenda tradicional, en este caso de la Tierra del Pan de Zamora, recreada por nuestro compañero Gustavo Rubio, publicada en La Opinión de Zamora el pasado 1 de septiembre. Es la tercera de la serie "Cuentos, dicires y Leyendas zamoranas (III)":
■ LA LEYENDA DEL BRUJO Y EL MOLINO DE LA TÍA CLAUDIA ¹
Cuenta la leyenda que en lo más profundo del zamorano bosque de Valorio, donde los árboles parecen susurrar antiguos secretos que acompañan el musical murmullo del arroyo que parte en dos la centenaria foresta semurensis, se hallan las ruinas de un molino que, en tiempos ya muy lejanos, vestía diariamente sus muelas de vida para convertir el grano en pan y el trabajo en sustento.
Aquella frenética actividad de los habitantes de la Tierra del Pan en torno a este molino, conocido por todos como el de la "Tía Claudia", con el transcurrir de los años pareció verse truncada, y la gente de la comarca comenzó a evitar pasar cerca de sus "murias", no sólo por temor a encontrarse con un camino difícil, sino porque creían firmemente que aquel lugar había quedado ma***to, de hecho, hasta los más escépticos podían percibir como si un ambiente de tristeza y desolación abrazara aquel paraje, como si algo oscuro acechara entre las sombras de esas paredes y los negrillos que las circundaban. No era nada raro sentir a las gentes decir que quien se atreviera a caminar por esos lares podría perder su alma o sufrir innumerables desgracias.
Entre los numerosos relatos que corrían de boca en boca, uno en particular hacía estremecer incluso a los más valientes. Se contaba que en el molino habitaba un hechicero, un ser maligno cuya presencia se sentía especialmente al ponerse el día. Este hechicero, de figura deforme y rostro grotesco, aparecía a menudo al anochecer, emitiendo aullidos que cortaban el aire y hacían temblar a quienes se encontraban cerca. Algunos decían haber visto cómo, tras sus espantosos gritos, el hechicero era tragado por la tierra, desvaneciéndose entre chillidos que resonaban en el silencio nocturno.
Pero este "bruxu" no se contentaba con adoptar una única forma. En otras ocasiones, se transformaba en un enano de aspecto siniestro, que cabalgaba un cuervo negro como la noche. El cuervo, con sus alas extendidas, volaba sobre las aldeas cercanas, y su sombra proyectada sobre las casas era presagio de mala suerte y desgracia. Los habitantes, al escuchar el batir de sus alas en la oscuridad, se apresuraban a cerrar puertas y ventanas, temerosos de lo que pudiera suceder si aquel "trasgu" los veía.
Aún más temible era otra de las formas que el hechicero adoptaba según otras versiones. A veces se transformaba en un moro corpulento, de piel grisácea y ojos encendidos de furia. Este moro portaba en su mano derecha un sable resplandeciente, y en su izquierda sostenía, con gesto sombrío, la cabeza de una hermosa mujer. Esta mujer no era otra que Zahara, una mora de belleza incomparable, cuya vida había sido truncada por la ira de su esposo, y es que el moro, cegado por los celos, había decapitado a Zahara al descubrir que su corazón pertenecía al rey cristiano Alfonso III, ése que cual Jano bifronte fue el último monarca ovetense y el primero de León.
Decían que cada noche, cuando la luna se alzaba sobre las murallas del alcázar de Zamora, el espectro del moro aparecía, clamando venganza y lanzando terribles maldiciones contra los zamoranos y especialmente contra el rey Alfonso. Los oriundos, atemorizados por esta aparición, se escondían en sus casas, incapaces de enfrentarse a aquel ser tan lleno de odio y dolor. La figura del moro, con su tétrico semblante y su espada desenvainada, se convirtió en un símbolo de terror, un recordatorio de que incluso en la tierra más bendecida, lo sombrío puede alzarse para reclamar lo que considera suyo.
Sin embargo, entre todos los habitantes había uno que no se dejó amedrentar por aquel hechicero: el propio rey Alfonso III. El monarca, famoso por su valentía y por haber defendido su reino en innumerables batallas, no podía permitir que su pueblo viviera bajo la amenaza de aquel espectro maligno, y decidido a acabar con la maldición que pesaba sobre Zamora, el rey tomó su daga y se dirigió al molino, dispuesto a enfrentarse al hechicero y liberar a su pueblo de su influjo.
Era una noche fría y oscura, con la luna apenas visible tras un manto de nubes. El viento zumbaba entre las ramas de los árboles, y el arroyo de Valorio corría con un murmullo inquietante. Alfonso esperó a que el hechicero hiciera su aparición, y tras pasar unos pocos minutos, que en verdad parecieron horas, finalmente, entre las sombras, emergió la figura del moro. Sus ojos brillaban con un fuego de odio antiguo, y su voz resonó con la furia de siglos de rencor.
Sin titubear, el rey Alfonso avanzó hacia el espectro, y con un movimiento rápido y preciso, clavó su daga en el pecho de la criatura. Un grito desgarrador llenó el aire, y el olor a azufre inundó el lugar mientras el hechicero, que en realidad era el mismísimo demonio, se desvanecía en una nube de humo y fuego. El rey había triunfado, y con él, los habitantes de estas latitudes nuestras del Reino de León recuperaron la paz que tanto anhelaban.
¹ Leyenda inspirada en la versión versificada en el año 1881 de Prudencio Bugallo de Rivera, que apareció en la revista “Zamora Ilustrada” y que más tarde volvió a publicarse en su libro “Fases de la edad. Colección de cuentos, tradiciones, romances caballerescos, moriscos, jocosos, satírico-burlescos y poesías varias.”