06/06/2025
"Los Mártires de la Luz Silente".
En las tierras antiguas del sur, donde el río Tinto duerme entre colinas rojizas y las cigüeñas cruzan los cielos cálidos de la vieja Niebla, nació una historia tejida con fe, dolor y sacrificio. A las afueras del pueblo, en un arrabal olvidado, se alzaba una humilde casita de adobe y cal. Aquel hogar, donde la esperanza alguna vez tuvo nombre, es hoy una ermita silenciosa. Allí arde, como lámpara que no se apaga, la memoria de dos mártires: María y Walabonso.
Todo comenzó con un amor prohibido.
Un hombre cristiano, recto y piadoso, se enamoró de una mujer musulmana oriunda de Córdoba. Contra toda ley y peligro, logró persuadirla para abrazar la fe de Cristo. Unidos en secreto y en espíritu, hallaron refugio en la paz rural de Niebla. De aquel amor nacieron dos hijos: María, la primogénita, de espíritu indomable y mirada clara; y Walabonso, el menor, sereno de alma y de voz melodiosa.
Pero la felicidad, como el rocío, se desvanece al alzarse el sol del mundo. La familia pronto se vio obligada a abandonar su pueblo natal y trasladarse a Córdoba, la ciudad de la madre. Allí, donde la cultura florecía y los minaretes tocaban el cielo, descubrieron la otra cara del esplendor: la persecución. Las leyes del poder, ceñidas como grilletes invisibles, les negaban la libertad de su fe.
Hallaron asilo en las montañas, en el humilde pueblo de Froniano. Allí, entre castaños y oraciones, intentaron comenzar de nuevo. Pero la tragedia no tardó en tocar su puerta.
Una noche sin luna, la madre salió al bosque en busca de hierbas. Nunca volvió. Dicen que los lobos la devoraron, y que su grito se perdió entre los árboles. Con ella murió parte del corazón del padre. Destrozado, se ordenó clérigo, buscando en la oración el consuelo que el mundo le había negado. Pero su alma rota no podía criar sola.
Fue entonces cuando María, aún niña, fue enviada al cenobio de Cuteclara, en Córdoba. Las monjas la acogieron como a una hija del cielo, y allí floreció en virtud, templada por el silencio y la fe. Walabonso, por su parte, fue entregado al monasterio de San Félix, en Froniano. Allí, entre cantos litúrgicos y manuscritos, el niño se hizo joven, y el joven se convirtió en diácono. Su dulzura, su humildad y su fervor eran luz entre los suyos.
Pero la tormenta crecía sobre Córdoba.
En aquellos días, el crisol de religiones se tornó en fragua de martirio. La persecución contra los cristianos se intensificó, y muchos, movidos por la esperanza en la vida eterna, decidieron no esconder más su fe.
Walabonso fue uno de ellos.
Ya adulto, caminó con firmeza hasta el tribunal del cadí. No llevaba odio en los labios, sino una serenidad que sólo los santos conocen. Confesó su fe en Cristo y rechazó la ley del Islam. La sentencia fue inmediata: decapitación. Dicen que no tembló ni una vez. Que, al caer su cabeza, el aire se llenó de un perfume inexplicable.
María, desde el convento, sintió su alma desgarrarse al recibir la noticia. Lloró sin tregua, hasta que una noche, Walabonso se apareció en sueños a una compañera del cenobio. “No llores más por mí”, dijo. “Pronto estaremos juntos en la gloria de nuestro Señor”.
Desde entonces, María sólo deseó una cosa: seguir a su hermano hasta el martirio.
Junto con su amiga Flora —compañera de oración y de desvelo—, abandonó el convento y se entregó a las autoridades. En el tribunal, María habló con una fuerza que heló la sangre de los jueces: maldijo a Mahoma, llamó demoníaca la ley de su tierra, y proclamó la supremacía del Evangelio.
Furiosos, los magistrados las encadenaron y arrojaron a una prisión donde la oscuridad y el hambre eran su única compañía. El miedo intentó anidar en sus corazones, y por un momento, flaquearon. Pero Dios no las abandonó.
San Eulogio, sabio, firme y clandestino, acudió a ellas. Sus palabras, como antorchas encendidas, reavivaron el fuego de su vocación. Reafirmadas en su propósito, María y Flora fueron llevadas de nuevo ante los jueces.
Esta vez, ni amenazas ni promesas lograron doblegarlas.
Como su hermano, María eligió morir antes que renegar. Flora, con la misma entereza, selló su fe con sangre. El 24 de noviembre del año 851, ambas fueron decapitadas. Murieron juntas, de pie, como se mueren los que ya han vencido al mundo.
El pueblo recogió sus cuerpos como reliquias vivas. Las lágrimas de los fieles se mezclaron con la sangre de los mártires. Y así, aquel arrabal de Niebla, donde una vez hubo una casita de adobe y cal, se convirtió en santuario.
Quienes hoy caminan hasta la ermita sienten el susurro del viento entre los olivos y la paz de una historia que no muere. Porque hay vidas que, aunque segadas por la espada, florecen eternamente en la memoria de los justos.