
18/09/2023
Excelente relato de nuestra hermosa Novia de la Sierra
LA CHIVA MORA EN YECUATLA
Todo comenzó al atardecer de un domingo, el único día de la semana en que todos los habitantes de Yecuatla se quedaban a descansar en el pueblo. Eran los años treintas del siglo pasado. Nadie imaginó que los jinetes que estaban entrando velozmente al poblado iniciarían la peor ola de terror hasta la fecha vivida. No dieron tiempo de nada. Cuando la gente quiso reaccionar, don Melchor, el dueño de la tienda, yacía en el suelo sin vida y su esposa doña Mercedes estaba gravemente lesionada. En unos minutos los asaltantes habían desaparecido llevándose dinero, mercancías y a la hija del matrimonio: una niña de 14 años. El doctor Ignacio Mendoza intentó salvar la vida de la mujer herida, cosa que no logró porque estaba prácticamente destrozada.
Los soldados que componían el pequeño pelotón asentado en el pueblo no advirtieron lo acontecido por estar en sus prácticas militares. Arribaron tan pronto les avisaron y de inmediato organizaron una partida de persecución formada por doce hombres. Las autoridades del lugar trataron de comunicarse por telégrafo con las de Misantla pero fue imposible porque los atacantes habían cortado las líneas desde antes de perpetrar el asalto.
Al amanecer, el pelotón militar que había salido tras los asesinos regresó con sus soldados mu***os y amontonados encima de dos caballos. Uno de ellos de nombre Benito venía vivo todavía. Era evidente que querían que informara lo acontecido. Supieron después que era mejor que hubiera mu**to sin abrir la boca porque lo que dijo aniquiló en los yecuatecos la voluntad de defenderse contra el horror de los asesinos: Ese hombre --dijo el moribundo--, no es humano sino el diablo; es imposible matarlo; ante nuestros ojos… se volvió una chiva morada.
Repitió lo mismo dos veces y al poco rato murió. Más tarde llegó otro caballo con el cuerpo de la hija de don Melchor. Presentaba vejaciones de inaudita crueldad. No acababan de asimilarlo cuando los asesinos se aparecieron otra vez. Todos corrieron a esconderse. Se escucharon incontables balazos, gritos, carcajadas, gemidos y llanto de mujeres. Los asaltantes hicieron de las suyas con toda libertad.
En el país se libraba una guerra llamada de Los Cristeros, y en la región, bandas de asesinos conocidas como La Mano Negra robaban y asesinaban a discreción. Quienes lo vieron, describieron a la Chiva Mora como un hombre corpulento y de mirada penetrante. Un paliacate en la cabeza detenía su pelo largo y rojizo. La barba y los mostachos indicaban que tenía muchos meses sin rasurarse. La suciedad le cubría desde el pelo hasta los huaraches y en la ropa aparecían manchas de sangre reciente y vieja. Estaba acostumbrado a producir tormento y pánico en la gente y eso le gustaba. Su aspecto se ajustaba a la imagen que todos tenían del diablo.
El cura, Don Febronio, reunió a los yecuatecos en la iglesia y les hizo ver la necesidad de no creer en supersticiones. La Chiva Morada no era el demonio sino un asesino de carne y hueso al que tenían que ahuyentar. La congregación se animó al mando de don Febronio y comenzó a preparar la defensa. Una medida del clérigo consistió en mandar mensajeros a Misantla. Ordenó que salieran simultáneamente cinco muchachos en direcciones distintas a pie y escondiéndose en el monte.
Puso vigías en varios lugares estratégicos y en especial en las torres de la iglesia. También recolectó y distribuyó las armas y municiones entre los que mejor podían utilizarlas. Gracias a él gozaron de una pequeña racha de valor organizado. Los días siguientes sufrieron dos amargas experiencias. La primera fue cuando llegó el b***o de Chano el cartero cargando el cuerpo inerte de su amo. La segunda, cuando se escuchó el anuncio de uno de los chicos que estaban de centinelas en la torre de la iglesia: --¡Viene un caballo… y arrastra unos cuerpos!
El alma se les fue hasta los pies. El caballo caminaba con lentitud exasperante y la gente no se atrevía a ir hasta él. Cuando finalmente llegó, reconocieron los restos de tres de los muchachos que habían salido como mensajeros. Sintieron frustración. ¡Sólo quedaban dos mensajeros vivos! A la mañana siguiente escucharon un nuevo aviso: ¡Viene otro caballo!
La angustia que ya parecía haber alcanzado su punto más alto dio un brinco descomunal y aprendieron lo que era la verdadera aflicción. El sacerdote ordenó que todos se quedaran en la iglesia y él, sin más compañía que el profesor Núñez fue a encontrar al caballo. ¡Arrastra más mu***os!, gritaron los vigías.
Todos pensaron que se trataba de los otros dos mensajeros. Pero los vigías volvieron a gritar: ¡Son mujeres, son las Rodríguez!
Así estarían de aterrados que el tétrico descubrimiento les pareció a todos una noticia formidable, excluyendo, claro está, a los parientes y a los novios de las muchachas. ¡No eran los mensajeros! Una nueva ola de esperanza se alzó sobre su pesimismo. Seguramente entonces los muchachos habían cruzado la zona de peligro y el plan del padre Febronio había tenido éxito. Pero el vergonzoso regocijo evolucionó rápidamente a rabia cuando pudieron examinar los cuerpos que trajo el animal. Parecía mentira que aquellos despojos pertenecieran a dos hermosas mujeres que apenas días antes rebosaban la alegría de vivir.
Las ansias revanchistas invadieron el ánimo colectivo. Bajo la dirección del sacerdote las sepultaron y se instalaron en sus puestos en espera de un nuevo ataque. Volvió la tensa espera.
A la mañana siguiente, cuando la banda entraba al pueblo despreocupadamente se escuchó una fuerte balacera y luego, un largo silencio en el que no se escuchaba otra cosa que los latidos enloquecidos de los corazones.
El valor que al principio les había dado el sacerdote se convirtió en desaliento cuando uno de los que participaron en la balacera juró que al disponerse a matarlo, la Chiva Mora explotó y se transformó en una nube espesa. Cuando el humo desapareció, en el sitio donde antes se encontraba había una chiva de color morada que se alejó burlándose a carcajadas y a los pocos metros se esfumó dejando un intenso olor a azufre.
Ese necio cuento fue creído a pie juntillas por todos. El pueblo entero estaba aterrado y llegó a la conclusión de que la Chiva Mora era Lucifer y que por tanto no era factible matarlo a balazos sino hacerlo huir con rezos y crucifijos. Dejaron sus puestos defensivos y volvieron a refugiarse en sus casas. La siguiente noche se escuchó por todos lados un balido que se convertía después en carcajada y que petrificaba de pánico a la gente que permanecía encerrada rece y rece.
Una vez que la Chiva comprendió que la población estaba lo suficientemente aterrada, se presentó en plan de amo y señor. Fue directamente a la iglesia del padre Febronio a quien todos habían dejado solo. Desde sus refugios escucharon una gran cantidad de balazos. El sacerdote, resultaba notorio, no los estaba esperando con los brazos cruzados. Horas adelante los delincuentes recorrieron las casas de quienes tenían las armas que el sacerdote había repartido. Llevaban con ellos al cura hecho una piltrafa y amenazaban con matarlo e incendiar las viviendas con los moradores dentro.
Una vez que terminaron con la tarea de desarmarlos iniciaron su diversión. Lo primero que hicieron fue colgar en plena plaza al sacerdote. Tras ello se emborracharon, sacaron varias mujeres de sus casas y en la calle a plena luz del día las violaron cuántas veces les vino en gana.
Solito, el padre Febronio había herido a varios y mandado a la tumba a cuatro delincuentes. El doctor atendía a los lesionados. No había terminado aún cuando entró la Chiva solo. Eran ya como las dos de la tarde, iba muy borracho. Se sentó y comenzó a decir vaguedades.
El doctor tuvo la certeza de que iba a matarlo y que alargaba el momento sólo para divertirse. Pero increíblemente, acudió en su ayuda uno de los hombres de la Chiva quien entró sin aviso para notificarle que a unos cuatro kilómetros iba llegando un grupo de militares. El matón reaccionó en forma inverosímil. Su borrachera desapareció como por encanto. Se puso en pie con agilidad incompatible a su volumen y antes de que el mensajero terminara de pronunciar la última palabra, dijo ansiosamente: Vamos a dejarlos llegar sin que nos vean; que piensen que ya nos asustaron y así ni refuerzos van a pedir. Salió apresuradamente dando órdenes y olvidándose del doctor.
Al frente de ese pelotón de soldados venía el sargento Ordóñez quien llegó con aires de salvador, como si su sola presencia hubiera sido suficiente para que los maleantes huyeran. Con arrogancia, dijo a los parroquianos que él no se espantaba con pendejadas: Semos melitares…, me-li-ta-res, ¿entienden? ¡Cuídense muncho de siquiera intentar darme órdenes! ¡Aquí la autoridad soy yo, háganse la idea que puedo colgar a quien se me hinchen los huevos! ¿Oyeron?
Organizó un limitado sistema de vigilancia y una pobre defensa. Junto con él llegó un nuevo telegrafista ya que los muchachos que llegaron a Misantla habían informado del as*****to del anterior. Él mismo reparó las líneas cortadas. Pero lejos de transmitir un informe fidedigno, el sargento se esmeró en dar la impresión de que ya había dominado la situación. Su objetivo nunca varió: hacer creer que por su eficacia había salvado al pueblo y a la región entera. Sin embargo, es de reconocer que se creó un equilibrio en el que los yecuatecos ya podían vivir. Terminaron por olvidar el peligro por lo menos la mayor parte del tiempo.
Una noche a hora muy avanzada, un extraño individuo que cabalgaba lentamente rumbo a la plaza pidió hablar con el sargento. Los soldados lo condujeron bien sujeto. Pero antes del amanecer el mismo personaje salió del pueblo tranquilamente. ¡Qué raro!, pensaron quienes lo vieron. Minutos después, el sargento y sus soldados salieron también. Iban armados hasta los dientes. A media mañana se escuchó a lo lejos una balacera tan tupida como un chaparrón. Siguieron gritos, vocerío, e inverosímilmente carcajadas de celebración.
Horas más tarde la plaza estaba llena de gente. Había gran regocijo frente a un cuadro espeluznante: en el centro, tirados en el piso, se encontraban unos veinte cuerpos humanos y desde el quiosco colgaba la inconfundible figura de la Chiva Mora.
Los militares representaban fanfarronamente el papel de héroes y su tono se percibía falso, como si existiera alguna mentira escondida en su inmoderada actitud. La eliminación de la Chiva y su banda constituía un motivo de alegría para el pueblo, y sobre todo de alivio, sin embargo, no era fácil admitir que así tan sencillamente hubiera terminado el problema. Una pregunta flotaba en el aire: ¿Cómo lograron atraparlo? Las explicaciones que gritaban los soldados eran increíbles: Los emboscamos y cayeron redondos los muy pendejos. ¡Al chingón Sargento Ordóñez nadie le gana, ni el diablo!
Ordóñez bajó a la Chiva de donde lo había colgado y a machetazos le cortó la cabeza, la clavó en un palo muy largo y comenzó a pasear su trofeo por toda la plaza. El pueblo entonces sufrió una asombrosa transformación. En un instante se convirtió en una chusma enajenada y ebria de venganza. El rencor, el odio y la frustración acumulados rompieron el dique que los contenía. Brotaron filosos machetes de la nada y con furia atacaron y despedazaron los cadáveres. Después arrastraron los despojos, los patearon y apedrearon hasta convertirlos en masas informes imposibles de identificar. Participaban hombres y mujeres por igual, sumidos en una total y cruel inconsciencia; en incontenible locura colectiva.
La exaltación y borrachera duraron hasta caer la tarde. Al anochecer tornó la cordura y los remordimientos. La gente entonces pensó en huir a sus casas sin hablar entre sí ni mirarse a las caras. Habían vivido horas oscuras que para siempre dejarían un estigma en sus conciencias. El día posterior fue de tristeza, bochorno y arrepentimiento.
El astuto sargento aprovechó el aislamiento voluntario de los pobladores para limpiar la plaza y borrar las huellas del libertinaje sanguinario de la víspera. También, por supuesto, envió extensos informes a la comandancia de Misantla que proclamaban su proeza. Poco a poco los yecuatecos se fueron amoldando a la paz y también a vivir con su oprobio. Ya nunca pudieron olvidar que en el fondo eran tan infames como los homicidas que tanto los afligieron. Por mucho tiempo este fue un pueblo triste.
Tiempo después se supo que el desconocido que vieron llegar aquella madrugada y que pidió hablar con el sargento era el lugarteniente de la Chiva Mora. Juntos, habían participado en la revolución pero cuando esta acabó siguieron en multitud de atracos y abusos de toda clase. Él era el único que conocía la verdadera personalidad de la Chiva. Por eso sabía que algún día le iba a tocar morir en sus manos. Cansado, esperó a que su jefe celebrara una de las orgías que tanto le gustaban y sin que los otros lo notaran, fue al pueblo a hacer un arreglo con el sargento Ordóñez. Cuando regresó, mató a la Chiva.
Fue tan rápido y sorpresivo que la banda de delincuentes no supo cómo reaccionar. Cuando lo hizo, empezaron a correr tras el asesino de su jefe. Pero en un punto acordado el sargento Ordóñez y sus soldados ya los estaban esperando. Se dieron gusto acribillándolos. El lugarteniente de la Chiva huyó ya que no confiaba en el Sargento Ordóñez. Regresó a la guarida por el dinero que tenía escondido. Pensaba que no había nadie pero no fue así. Al tomar lo que buscaba no vio al que le disparó. Alguien lo encontró moribundo y fue por el doctor Mendoza para que lo atendiera. Antes de morir le contó la verdad. De esa manera fue como se supo que la gloria del sargento Ordóñez y su pelotón era falsa. Pero ni modo, así es a veces de injusta la vida: premió al sargento Ordóñez mientras que al padrecito Febronio ya ningún yecuateco lo recuerda...
Este texto es una reseña de la novela: “…Y la muerte era una cuestión secundaria”, del autor Gabriel Velasco. La primera edición se terminó de imprimir en enero de 1991, por la Universidad Veracruzana.