22/06/2025
Mientras mis patas reposan sobre la tierra tibia del volcán, y el primer sol pinta de oro el horizonte, algo en mí se despierta. No es solo el instinto que me lleva a correr, a olfatear, a vivir. Es otra cosa. Algo que no puedo lamer ni atrapar con los dientes. ¿Será esto lo que los humanos llaman alma?
Desde esta cima, contemplo al mundo. Y me pregunto —como lo haría Sócrates, el que decían que solo sabía que nada sabía— ¿qué significa vivir? ¿Es solo correr tras mariposas y dormir al pie del fuego? ¿O hay algo más?
Heráclito susurraría que todo fluye. Que cada brisa que roza mi hocico ya no es la misma. Que el amanecer que veo no volverá. Y yo, perro, también estoy en constante cambio. ¿Pero hacia dónde voy?
Platón diría que este sol que contemplo no es el verdadero, que existe un mundo más real, más puro. ¿Y si ese mundo ideal es el recuerdo del primer amor que tuve por mi amo, por aquel que me recogió siendo cachorro, que me miró con ternura y me llamó por un nombre que aún vibra en mi pecho?
Aristóteles afirmaría que el fin de la vida es la eudaimonía: vivir bien, florecer. ¿Pero cómo florece un perro? Quizá es en la lealtad, en el gozo simple, en la mirada fija al horizonte que no busca poseer, solo agradecer.
Yo no entiendo de templos ni de libros, pero sé que en este instante el universo cabe en un suspiro. El amanecer no necesita palabras. Y la vida, quizás, tampoco.
Tal vez el sentido de la vida no se piensa. Se huele, se corre, se abraza. Tal vez, como dijo Epicuro, no hay que temer ni a los dioses ni a la muerte, sino aprender a vivir con gozo y en paz. Y yo, perro del volcán, creo haberlo entendido, aunque no sepa decirlo.